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Mario Molina. Científico mexicano, descubridor del agujero en la capa de ozono

Desde hace unos años, insistentes campañas ecológicas alertan a la humanidad sobre una de las causas más graves del deterioro ecológico: el agujero en la capa de ozono. Las emisiones de ciertos gases -los clorofluorocarburos (CFC)- que emanan de algunas fábricas están acabando con un filtro indispensable para mitigar los efectos dañinos que las radiaciones ultravioletas de los rayos solares pueden provocar sobre la salud. El descubridor de esta amenaza fue el científico Mario Molina (México 1943), quien el 11 de octubre de 1995 recibió el Premio Nobel de Química, en reconocimiento de sus investigaciones en este campo. El galardón fue concedido también a su amigo y colaborador el químico Sherwood Rowland, de la Universidad de California, artífice con él de estos descubrimientos, y al danés Paul Crutzen, del Instituto Max-Planck de Química de Mainz, Alemania.
Luis Bruzón. / Agencia EFE-TV. Desde muy pequeño, Mario Molina ya manifestaba un sentido innato para la investigación científica. De niño quedó fascinado cuando contempló un protozoo a través de un primitivo microscopio de juguete. Su precocidad en el campo de la química le empujó, incluso, a la osada idea de convertir uno de los cuartos de baño de su casa en un improvisado laboratorio, que llenó de artilugios para hacer experimentos.
Después de estudiar unos años en Europa, se licenció en Ciencias Químicas por la Universidad nacional Autónoma de México en 1965. Realizó estudios de postgrado en la Universidad de Friburgo (Alemania) y se doctoró en Física y Química por la Universidad de Bercley (California).
Precisamente en Bercley trabajó en el grupo de investigación del profesor George C: Pimentel, pionero en el desarrollo de la estructura molecular. En 1972 Mario Molina se unió por vez primera con quien sería su gran colaborador hasta la obtención del Premio Nobel: el profesor Sherwood Rowland. Juntos abordaron la investigación acerca de las propiedades químicas del átomo en procesos radioactivos. Rowland ofreció a Molina varias líneas en las que desarrollar sus investigaciones. Entre ellas hubo una que le cautivó: averiguar el destino de algunas partículas químicas inertes derivadas de procesos industriales -los clorofluorocarburos (CFC)- acumulados en la atmósfera y cuyos efectos sobre el medioambiente nos habían sido tenidos en cuenta hasta ese momento.
Este trabajo agradó sobremanera a Mario Molina, porque le brindaba la oportunidad de aprender sobre un campo químico en el que apenas había indagado, y que a la postre, se convertiría en un inmejorable trampolín para dar un salto a un nuevo campo de investigación. Con la inseparable ayuda de Rowland, Molina advirtió que los CFC son componentes similares a otros que había analizado anteriormente desde el punto de vista de la dinámica molecular. Al estudiarlos, Molina y Rowland se sintieron familiarizados con sus propiedades químicas pero no con las atmosféricas. Después de tres meses de incansables estudios e investigaciones, desarrollaron la teoría de la reducción de la capa de ozono. Al principio el estudio no parecía ser especialmente interesante, pero pronto se dieron cuenta de que los átomos producidos por la descomposición de los CFCs destruían el ozono.
La reducción de la capa de ozono
En 1974, Rowland y Molina daban cuenta de los resultados de sus investigaciones en un artículo publicado en la revista Nature. En él advertían de la creciente amenaza que el uso de los gases CFCs suponían para la capa de ozono, aviso que en aquel momento fue criticado y considerado excesivo por un sector de investigadores. Sin embargo, la tenacidad y el convencimiento que depositaron en sus propias teorías conquistó las mentes más incrédulas. Tras arduas deliberaciones, Molina y Rowland consiguieron la aprobación a sus tesis en encuentros científicos internacionales y estuvieron presentes en las reuniones en las que se fijaron los parámetros de control que debían hacer cada país en la emisión de CFCs.
En 1989, Mario Molina pasó a trabajar en el Departamento de Ciencias Atmosféricas, Planetarias y de la Tierra del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) como investigador y profesor. Y en 1994, su trabajo le brindó otro reconocimiento, en este caso del presidente de Estados Unidos, que le nombró miembro del comité que le asesora sobre asuntos de ciencia y tecnología, al que pertenecen 18 científicos.
El punto culminante de su trayectoria de trabajo y perseverancia en pro de su preocupación por un problema que afecta a todo el planeta llegó el 11 de octubre de 1995. Mario Molina recibía, junto con Rowland el Premio Nobel de Química por ser los pioneros en establecer la relación entre el agujero de ozono y los compuestos de cloro y bromuro en la estratosfera. El galardón también se concedía al danés Crutzen, del Instituto Max-Planck de Química de Mainz (Alemania) quien halló en 1970 que los gases contaminantes tienen un efecto destructor en esa capa, sin descomponerse.
El 4 de diciembre de 1995, Molina, Rowland y Crutzen fueron premiados además por el Programa de la ONU para el Medioambiente (UNED), por su contribución a la protección de la capa de ozono.
Molina posee también los premios Tyler (1983) y Essekeb (1987) que concede la American Chemical Society, el Newcomb-Cleveland, de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (1987), por un artículo publicado en la revista SCIENCE que explicaba sus trabajos sobre la química del agujero de ozono en la Antártida. Y la medalla de la NASA (1989) en reconocimiento a sus logros científicos.
Mario Molina ha señalado en alguna ocasión que cuando eligió el proyecto de investigar el destino de los CFCs en la atmósfera, lo hizo simplemente por curiosidad científica. No consideró las consecuencias que conllevarían sus estudios. Pero cuando se dio cuenta de la envergadura de su descubrimiento, se sintió sobrecogido, porque su aporte no sólo ha contribuido a la comprensión de la química atmosférica, sino que además ha supuesto un profundo impacto en la conciencia ecológica de todo el mundo.


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